Hace muchos muchos años, cuando la tele era en blanco y negro, ponían dibujos animados de Mickey, Minnie, el pato Donald y ese tipo de gente. Había un episodio que protagonizaba Goofy o un primo suyo, que retrataba muy bien la conversión que algunos experimentan cuando se sientan al volante.
Una narrador -seguramente doblado en Latinoamérica- explicaba la acción mientras el protagonista se iba transformando. Antes de subirse al coche era un hombre simpático y bonachón, pero se metía en el auto -así lo llamarían- y empezaba la conversión como en El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde. El apacible padre de familia terminaba convertido en un energúmeno también en el físico debido a la influencia que tenía en él la carretera y el encuentro con los otros automovilistas, tan agresivos como él .
Ayer por la mañana me encontré con uno de esos, más bien con dos. Desde mi punto de vista, sin motivo -aunque eso es lo que menos importa- dos hombres que iban en un coche me insultaron de tal manera que hasta miedo me da recordarlo. Me ofrecieron «una leche», pero no me la dieron porque, según aclararon, yo no era un hombre. Durante un instante que me pareció larguísimo, vociferaron insultos con tanta fuerza que la vena del cuello se les hinchó, mientras manoteaban con verdadero furor.
Hubo un momento en el que pensé en cerrar la ventanilla, poner el seguro y utilizar el móvil para pedir auxilio, pero me dio verguenza claudicar y permitir que me intimidaran. Como yo no era un hombre y no iban a pegarme, el par de mastuerzos acabó por seguir su ruta dejando tras de sí un fangoso rastro de improperios.
Ésta es la más inopinada muestra de violencia al volante que he vivido en los últimos tiempos. Recuerdo algunas otras, pero no tan furiosas ni por motivo tan nimio. Seguramente, aquellos dos tipos ya traían el cabreo puesto cuando se toparon conmigo y mis dudas sobre el tamaño de un hueco para aparcar.
Lo he experimentado. No de una manera tan brutal, pero sí que he tocado la pita sin que fuera para tanto o he pecado de impaciente ante un conductor poco diestro. Siempre que me pasa me acuerdo de Goofy y me propongo tener paciencia, no gastar más enfado del necesario y ceder el paso siempre que sea menester. Mi padre lo llama la cortesía de la carretera y yo, poco a poco, lo voy consiguiendo.
(foto: ricorocks/morguefile)
gabrielito
Hay mucho enérgumeno suelto que aprovecha cualquier situacíon para descargar sus frustraciones. A tí té ha tocado el tipo «el coche es una prolongación de mi pene y desde el volante mé como el mundo», mala suerte por el mal rato que has pasado. Pero eso, para tí es un mal rato y sé té pasará, lo de ellos no tiene remedio; la ignorancia, mala educación y ese espíritu cavernícola de ofrecer bofetadas a todo el mundo (¿todo?,¿ se las ofrecerían a un par de hombres también?), tiene mal remedio, tendrían que empezar por coger un libro y no para abrir nueces con el lomo, pero como decía Abraracurcix: «eso no vá a pasar mañana….»
Ángeles Arencibia
Gabrielit: Ni pasado.
Esther
La verdad es que hace tiempo que me harté del topicazo de lo mal que conduce la mujer. También me harté de los señores (por llamarlos de alguna manera) que vuelcan sus frutraciones al volante y con una mujer, precisamente por eso, por ser mujer.
Lo triste es que, hoy en día, le dan el carnet de conducir a cualquiera que lo pague. Así tenemos la carretera llena de misóginos energúmenos que aprovechan la excusa del volante para decirle a una mujer lo que no son capaces de decirle a sus madres 🙁
Ángeles Arencibia
Esther: ¡Y olé!
Cira
Desgraciadamente, la mala educación al volante no distingue de géneros. mi encuentro más lamentable fue con una «señora» a la que al parecer mi incorporación a la Avenida Marítima no le pareció lo suficientemente rápida; lo peor no fueron los insultos o la pitada sino que me adelantó y puso su vehículo a menos de 20 km/h, a punto de provocar un accidente. Estuve a punto de llamar a la policía y el susto me duró hasta casa.
Ángeles Arencibia
Cira: Hay cada burra.