Me crié en una familia media de la España de los 70, aunque debería ser precisa y decir de la Canarias de los 70, porque, si hoy nos sentimos lejos del continente, entonces la distancia era sideral. Vivíamos en un mundo aparte. La Canarias de entonces era en un Sangri-Lá subtropical, aunque no fuéramos conscientes. Con sus problemas, pero sin autopistas.
4 hijos, ningún perro, un par de hámster de final trágico (ahora veo en Google que eran ¡rusos! ¡hámster rusos! en pleno franquismo), y una abuela, -Paulina, la materna-, de la que disfrutamos durante una clásica infancia feliz.
Pienso en mí de niña y me veo como una astronauta que ha desembarcado en un planeta lejano y a la que todo le resulta extraño. Mi nave espacial me había depositado en la casa de una pareja maravillosa para la que todos los miembros de la expedición interplanetaria – un varón y 3 hembras, como diría una isleña castiza- tenían exactamente la misma importancia, el mismo valor y merecían, por tanto, el mismo amor.
Así, en mi casa -creo que ya lo he contado-, cada domingo se compraban exactamente 4 tebeos, de acuerdo con unas normas de funcionamiento no escritas, que indicaban que, si había helado, magdalenas, entradas para el circo, croquetas o paseos en burro, turnos para la ventanilla del coche o las últimas onzas de una tableta de chocolate, todo era por cuatro, todo se repartía entre cuatro. Sin sexismos, si yo pedía un pistolón de pirata a los Reyes, recibía mi pistolón y también el armarito de la Nancy. Jugaba a indios y vaqueros con mi hermano y a veces también con algún primo y si ellos bajaban a tumba abierta la ladera con la bici, yo, por supuesto, también. Conservo cicatrices que lo demuestran.

Todos y todas -mi hermano, que es el mayor, yo la segunda y mis dos hermanas pequeñas- recibíamos siempre una cuarta parte de lo que fuera, y así fue siempre, aunque pronto la astronauta que era yo y que observaba el mundo desde el interior de mi escafandra, encontró una anomalía en el sistema, una situación extraña que no encajaba con aquel mundo dividido por cuatro que habían detectado mis circuitos.
Primero fue una insinuación, detalles, palabras que coges al vuelo en las reuniones de la familia de mi padre -también clásica de la Canarias de entonces y a la que evoco con ternura, llena de tíos, tías y un montón de primos y primas-, o en el colegio solo para niñas en el que pasé también unos años felices. Después , la anomalía se hizo más y más grande, y se convirtió en una cosa muy seria contra la que hoy en día me rebelo -nos rebelamos- con todas mis (nuestras) fuerzas.
Aquellas primeras anomalías con la que se topó la astronauta y que chocaban como la hace un tren de mercancías con mi mundo dividido en cuatro fueron pequeñas prohibiciones, cosas que yo no podía hacer porque era ¡una chica!, cortapisas y vetos que fueron haciéndose más patentes a medida que crecíamos. Una de ellas fue el fútbol, que es verdad que nunca me atrajo demasiado, pero ¿por qué no? ¿Por qué ellos sí y yo no ? ¿Por qué?
La astronauta que aún vive en el interior de esta escafandra celebra con entusiasmo el éxito de la selección femenina de fútbol. Esta victoria es mucho más que un título deportivo.
uNo
Como siempre, resulta muy agradable leer tus artículos
Saludos