“Usted no sabe lo que es crecer a la vista de todos”, me dice un adolescente en una conversación sobre redes sociales. Empezamos a hablar del asunto porque la protagonista de una serie de televisión para teenagers que estábamos viendo en una sala de espera descubría – y este debía ser el quid del episodio- que una de sus mejores amigas se hacía cortes (de navaja) en los brazos. Mostré en voz alta mi sorpresa por este hecho y comenté algo así como “no saben qué inventar”.
Lo dije para mí, pero él me oyó y tal vez porque yo era una extraña y nos protegía el anonimato, entró al trapo. Mi joven contertulio me aseguró que hacerse cortes en los brazos como respuesta a un sentimiento de desdicha no era un fenómeno tan hipotético; que algo así ocurría no muy lejos de nosotros.
“Para la mayoría (de los adolescentes) nada tiene sentido si no se muestra en las redes sociales”, me aseguró con el gesto de quien desvela el paradero de la piedra filosofal.
Según entendí, se trata de la adolescencia de siempre, sólo que expuesta al mundo a través de este invento del diablo. Le comenté que nadie estaba obligado a exhibirse en las redes sociales. ”Tampoco a ir a la moda, pero vas …”, respondió antes de desaparecer tras la enfermera.
La adolescencia es difícil y extraordinaria. Pienso en la mía y no sé cómo no explotó el cóctel. Me creía inmortal, capaz de conquistar el mundo, pero a la vez tenía mis complejos y podía morirme de vergüenza varias veces a la semana.
No sé lo que publican los adolescentes en las redes – el 90% de mis más de 2.500 “amigos” son adultos-, pero el comportamiento que me describió mi compañero de sala de espera no es tan distinto. Cada uno publica lo que le da la gana -ahí está la vaina, como dijo el Rubio al tribunal-, pero en algunos casos cabe preguntarse por qué cuentan lo que cuentan y si será real tanta felicidad.
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