Tendrá unos 45, tal vez más, tal vez menos. Conduce un taxi y es una mujer. Me da muy buen rollo nada más subir al coche, así que le pregunto que qué tal le va. Quiero saber cómo es la vida de una mujer taxista en mi ciudad. Es más guapa que fea y viste como lo hacen las mujeres que no tienen tiempo para impresionar a nadie.
Dicharachera y extrovertida, es perfecta para mí en esta tarde anodina de abril.
El taxi no es suyo, pero vive atada a él como los galeotes a sus remos. Cada día tiene que sacar 50 euros para el dueño del taxi, combustible aparte. Lo que sobre es para ella. A veces se lleva 20 euros, otros 10, otros días más y otros nada. Viene saliendo por unos mil al mes.
Mi taxista coge el volante cada día a las dos de la tarde y no lo suelta hasta las tres de la madrugada. Se va a la cama y duerme hasta el mediodía siguiente. Come algo y vuelta a empezar, como en el día de la marmota.
Dice que libra los lunes pero que en el taxi no se libra, así que no entiendo muy bien si libra o no libra.
Como me pongo dramática (pese a la viga que tengo en el ojo), ella se ríe. Me asegura que “ya nadie habla de 8 horas” y que “todo el mundo trabaja 14 o 16 horas”.
Pago mi carrera y me bajo con algo parecido al síndrome de Estocolmo, pero modesto. Pienso en un mundo formado por profesionales que, para subsistir, no hacen nada más que su trabajo y que han evolucionado hasta adaptar sus cuerpos a la función que desempeñan. En el caso de mi taxista, manos con forma de manopla para asir mejor el volante y ojos y boca en la nuca para charlar con los pasajeros. La estoy viendo así, me mira con los ojos de la nuca y me habla con la boca que tiene a este lado. Por la calle va un hombre con un brazo que acaba en llave inglesa, y el otro en alicates. Estoy acojonada … ¡Aaah! Una voz conocida me despierta. Es Rajoy en la tele y dice que todo va bien. Qué alivio.
(publicado este sábado en el periódico La Provincia)
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