Seguro que lo he dicho más de una vez, a mí las esperas largas en centros sanitarios me recuerdan a las películas de catástrofes de los 70.
Me da un poco de yuyu hablar de esto ahora, ya que escribo esta entrada a bordo de un avión en algún punto entre Gran Canaria y la penínula, pero no voy a renunciar a este rato para hacer una de las cosas que más me gustan, que es escribir y mucho más en este blog tan anárquico y personal.
Hace unos días pasé una madrugada en las urgencias de un gran hospital. El motivo no era grave, así que pude disfrutar de una parte de estas experiencias que me gusta mucho, sin tener que pensar en preocupaciones reales.
Me refiero al momento en que después de varias horas en una sala de espera, los extraños acaban en pandilla, se apoyan, se preocupan unos de los otros y se cuentan detalles de sus vidas.
Esta es la parte en que me recuerda a aquellas películas. Al principio, en el epílogo, el director presenta a los personajes uno por uno. Son personas que no tienen nada en común al principio del filme, pero que al final -los que quedan- forman casi una familia, porque la vivencia común los ha unido.
Vuelvo a mi sala de urgencias.
Aquella noche ocurrió como ocurre siempre en estos casos: al principio ni nos veíamos, tan pendientes estábamos de controlar la situación; al cabo de una hora empezamos a mirarnos, y al cabo de dos o tres, ya estábamos hablando de nuestras cosas y hasta gastando bromas.
Pasé la noche con dos matrimonios de jubilados, en ambos casos los enfermos eran ellos; con una madre y una hija de unos cincuenta, y con una señora que estaba sola y que pronto se reveló como un auténtico plomo.
La madre y la hija se fueron las primeras, con una sonrisa enorme y deseándonos a los demás que nos dieran pronto el alta.
A la mujer tostón la esquivé sin problemas y me quedé con las dos parejas de jubilados en animada charla bajo las perchas de los goteros.
Uno de los hombres salía todas las mañanas de casa a pasear, según su orgullosa consorte, pero el otro se había convertido en una » losa» desde su jubilación, una «losa» que había caído sobre su sufrida y amenísima esposa.
Con el paso de las horas, las lenguas se sueltan. Mucho más en un ambiente como aquel, una sala de urgencias de un gran hospital es un sitio que da mucho respeto y esto provoca momentáneos pero intensos lazos de solidaridad.
La amenísima esposa me regaló una imagen que me dejó prendada. Me pareció entenderle que la había escuchado en televisión, pero este origen no le resta valor.
Se quejaba de que su media costilla no había encontrado algo que hacer tras su retiro. De ahí venía lo de la losa, pero redondeó la descripción al decirme lo que había oído en la tele: que un marido jubilado es como un armario puesto en mitad del pasillo y con las puertas abiertas.
Me fui a casa con la alegría del alta y con mucha tranquilidad. Primero porque el motivo que nos había llevado a urgencias se había quedado en nada y, segundo, porque en mi casa no hay pasillos.
Un armario en mi pasillo
Publicado en: actualidad
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Cuqui
Hola prima guapa, aunque yo si que tengo pasillo ¡menos mal que en mi casa todos los armarios estan empotrados!. Muchos besos desde Santiago
Ángeles Arencibia
Hola Cuqui, qué alegría verte por aquí. Espero verte pronto. Besos.
antonieta patateta
escribe alguna cosita mujer…….
ELIA
¡¡¡Que bueno !!!!
Lo peor de todo es que yo tengo el pasillo lleno de armarios , pero eso si con las puertas bien cerradas y de ello me aseguro cada vez que paso por delante ……………….le doy una vuelta a la llave.
Me estorban enormemente los armarios con las puertas abiertas , en el sentido que quieras o debas de darle .
Ángeles Arencibia
En todos los sentidos Elia. Un beso.