Muerte y consuelo

Todo tiene arreglo menos la muerte, por eso nos conmociona tanto. Más cuanto más cerca. Acaba de morir Adán Martín, un hombre que fue presidente del Gobierno de Canarias en la primera mitad de esta década, y la noticia ha cosechado un sinfín de comentarios en las ediciones digitales de los periódicos. Centenares de ciudadanos anónimos expresan sus condolencias con un arrobo que causa cierto estupor. ¿De verdad lo sienten tanto?
Es humano creer que sí, que honradamente sienten la muerte de un hombre risueño que les suena de verlo en los periódicos o en los telenoticias y cuya desaparición es una injusticia, como todas las que se producen antes de tiempo.
Desde luego que hay condolencias sinceras, las de aquellos que intentan ponerse en el lugar de los deudos o del propio finado; las de quienes de verdad lo conocieron e, incluso, las de aquellos que no saben muy bien quién fue, pero que lo sienten como sentirían la de cualquier otro congénere.
Pero hay otras que no son tan auténticas y que más parecen competir en un concurso de tristeza. En un entierro el importante es el muerto, y en este caso, la amplificación de los medios de comunicación y la relevancia que tuvo en vida, convierten su entierro, además, en acontecimiento social.
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En el velatorio de una persona mayor a la que yo apreciaba mucho, uno de sus hijos me dijo que me fuera, que no servía para nada estar allí, porque su madre estaba muerta y ya cualquier cosa que intentáramos hacer por ella no tenía ya ningún sentido. Tuve que admitir que llevaba razón y me fui algo dolida, porque, en el fondo, lo que había hecho era resaltar el hecho de que yo esperé demasiado y cuando quise despedirme ya era tarde.
Recordé este episodio al leer comentarios de ciudadanos que critican el hecho de que el Gobierno de Canarias decidiera otorgar a Martín la medalla de oro de la Comunidad Autónoma a las pocas horas de su fallecimiento, ¿para qué si ya no se va a enterar?
Porque los discursos, las medallas, las condolencias sinceras y las lágrimas no son para el difunto, sino para sus familias y también para todos nosotros, los que seguimos quedando aquí. La fanfarria sirve para enmascarar el recordatorio de la muerte, como el azúcar que me ponía mi madre en la cucharita con la aspirina desleída en agua. .
(En la foto de Arcadio Suárez, el féretro con los restos de Adán Martín, camino de la iglesia),

  1. ELIA
    | Responder

    Como me gusta leer lo que escribes.
    El otro dia en un funeral de un pariente que fallecio a los 100 años , tras terminar la misa , hablaron sus hijas y dijeron cosas tan preciosisimas de la difunta que nos emocionaron a todos.
    Sobretodo , una de sus hijas , ciega , que contaba que su madre , aprendio griego para poderselo enseñar y ayudarla en sus estudios.
    ¡¡¡Que bonito es dejar un buen recuerdo!!!!

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