«¡Ay mi madre!»

Esta tarde, de camino a casa, me he cruzado con un hombre que rebuscaba en un contenedor de basura, un «hurguero», según la definición de un cura que conocí en Cáritas hace unos años.
Yo estaba a unos metros del «hurguero», cuando pasó junto a él una señora mayor, abrigada pese a que se podía ir en manga corta, que al cruzarse con el hombre exclamó: «¡Ay mi madre!»
Lo dijo tan alto que casi me asustó. El hombre debió también sorprenderse, pero le respondió con un «¡tu padre!» y la señora siguió su camino.
El «hurguero» era delgado y estaba sucio. Tenía ya dos bolsas llenas de cosas y llenaba una tercera. No tengo ni idea qué podría haber encontrado en la basura de mis vecinos.
Llegué a casa, hice algunas cosas y al cabo de un rato encendí la tele para ver el telediario de la una.
Aún ponían el programa de Anne Igartiburu y justo en ese momento hablaban de que una de las hijas de Isabel Preysler va todos los días a misa y de que no descarta hacerse monja. También de que Tita Thyssen, la baronesa, posee mil y pico millones de euros en patrimonio. La suya es una de las 300 mayores fortunas de Suiza.
Como siempre hago a la menor oportunidad, me acordé de mi madre. Del día en que la encontré viendo en la tele un reportaje sobre cómo era el día a día de la baronesa en Lugano. Aún debía vivir el barón.
Mi madre estaba indignada: a Tita la venía a buscar el chófer para llevarla al lago, que estaba poco más allá, a dar de comer a los patos. ¡Encima, el chófer le llevaba la cesta con la comida para los patos!
De Lugano volví al «hurguero» y comprendí porqué a veces preferimos no saber, no pensar, leer el Hola y dejarnos llevar por la frivolidad.

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