Las primeras detenciones o acusaciones a políticos eran todo un escándalo. Me estoy acordando ahora de algunos alcaldes de los 90 que fueron pioneros en esto de gobernar procesados, como se decía entonces.
Que un alcalde pudiera ir a la cárcel era un alboroto y no porque antes no existiera la corrupción, que existe desde siempre, sino porque entonces la democracia aún era una jovencita y la sociedad guardaba los respetos o los miedos de la época anterior.
De entonces ahora nos hemos curado de espanto, aunque nunca dejen de sorprendernos.
A mí lo que me causa especial estupor es el desparpajo con el que entran y salen y hacen declaraciones, sientan cátedra o juran y perjuran su inocencia.
¡Dios mío!, si a mí me sonó una vez la alarma a la salida de El corte inglés por un error de la dependienta que me había atendido, y casi me muero de vergüenza.
Salía con toda naturalidad del establecimiento con un par de bolsas con las compras que había hecho y al pasar por los arcos de seguridad casi me matan de un timbrazo.
Me paré junto a la responsable, una de esas señoritas de chaqueta roja con pinganillo en la oreja que parecen escoltas de Obama, y, no recuerdo bien, pero me parece que no llegué a poner los brazos en alto. ¿O sí?
Pude demostrar mi inocencia de manera inmediata con el ticket de compra, pero pasé un mal trago por el hecho de que las personas que estaban a mi alrededor pudieran pensar que yo había robado.
Debe ser una cuestión de principios, de lo que te enseñan cuando eres niña, que ese debe ser el sentido del principio, porque se dan al empezar la vida.
Si no es así, no me explico cómo a mí me causa tanta tribulación una alarma a la puerta de una tienda y otras personas -como el antiguo dueño de Marsans y expresidente de los empresarios- tienen tanta jeta.
Los principios y la jeta
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