Quejíos navideños

Comprar la cena de nochevieja, no olvidar las uvas, Reyes Magos en camino….
Este mantra lo llevo en la cabeza desde el 26 de diciembre. Me acosa desde mi cabeza y también cuando me encuentro a alguna de esas amigas perfectas que lo tienen todo comprado y empaquetado desde octubre. Claro, claro… así es mucho mejor, tengo que admitir. Pero no lo he hecho en la vida, aunque siempre me lo proponga. Es como ser ordenada. Siempre me lo propongo y nunca lo consigo. Soy tan desordenada que una vez me pidieron hacerme una foto para ponerla en una enciclopedia junto a la definición del término desorden. Es broma.
Las Navidades parece que nunca van a llegar, pero llegan de repente como a traición y, como digo, a mí siempre me cogen absolutamente desprevenida; indefensa diría. Son como una apisonadora de la que no es posible escapar. Aunque, en honor a la verdad, no soy nada estricta respecto a lo que se supone que hay que hacer.
PC280412.JPGNo soy de esas personas que tan pronto empieza diciembre, echan por la ventana a uno de esos muñecos de papa noel o de rey mago, pobres seres inanimados que quedan colgando del tercer, del quinto o del piso que se tercie, ya haga sol o truene y rodeados, a veces , de un festival de luces de colores que destellan y convierten la escena en un asunto estrafalario.
A mí, esos seres desmadejados colgando de la ventana no me producen ninguna ternura, más bien me dan un poco de grima. ¿En qué ha acabado la Navidad? O más bien, ¿qué hemos hecho de ella?
Tenemos aquí una celebración religiosa, que pregona la ternura, el amor, la bondad y la inocencia infantil, convertida por arte de la cartera en un maratón inmisericorde para las madres de familia. Pobres. Ésas que te cuentan con mucho orgullo que ni se sabe cuántos reúne para cenar, que ella lo prepara todo, que la casa se le hace chica…
Me gusta mucho reunirme con mi familia -con la de aquí y con la de allende los mares- y con mis amigos también, pero de lo que me quejo es de que lo tengamos que hacer todos a la vez y casi de la misma forma. Es como las vacaciones, por qué tenemos que irnos la mayoría en agosto. Traspasamos los atascos a lugar de veraneo. Y, en este caso, al supermecado o al centro comercial, que ésa es otra.
Compramos como bestias, como si se nos fuera la vida en ello y cuanto más se acerca el día, más estupideces hacemos, No sé este año con la crisis, pero hasta las últimas navidades daba miedo ver a la gente en los centros comerciales. Con esos carros regurgitando paquetes y langostinos.
Esta sociedad nuestra, tan borrega, cuando quiere funciona por modas. Es el tonto el último elevado a una categoría más elegante. Pero, volviendo al langostino -o al percebe si eres pudiente-, hay quien no come uno en todo el año, cuando son más baratos, y se tira en plancha cuando suben de precio.
Y después está el asunto de los regalos. El otro día tuve que volver a la tienda donde había comprado un reloj porque me lo dieron sin pilas. Pagué por él 140 euros, para mí, una cantidad estimable, pero para la dependienta que me atendió, una caca. Lo llamó «gama económica» y me miró desde la altura de sus pestañas cubiertas de rimel con mucha displicencia. No es el tanto tienes tanto vales, sino el tanto gastas tanto vales.
Y todo esto por una fiesta, la navidad, que en origen no es la fiesta de san langostino, aunque lo parezca, sino una celebración con un profundo sentido para los creyentes que haberlos, haylos. Como las meigas. Pero es que de seguido viene fin de año y al poco, los Reyes, el día en que regalamos un montón de insensateces.
(En la foto de Isabel, versión del nacimiento de Elia)

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