En el momento en que escribo este texto los periódicos digitales abren con la noticia de que la muerte de Adolfo Suárez se da por “inminente”. La desaparición del primer presidente de la democracia española provocará una riada de recuerdos. Los periódicos lanzarán suplementos y pondrán a reflexionar a sus mejores articulistas. Las televisiones recuperarán imágenes y organizarán debates.
Siempre la desaparición de un personaje fundamental como es el caso del duque de Suárez es una oportunidad para repasar nuestros historia común y privada.
Pienso en los años de Suárez y me acuerdo de aquel juego del Un dos tres que organizamos en clase, en las Dominicas, con unas tijeras de cartulina y una chistera de cartón que hice yo en casa, y no sé por qué vuelvo a esta bobería, pero los recuerdos son así de arbitrarios.
Durante un tiempo, en los últimos años, nos interesamos en casa por la historia de la transición española. Leí algunos libros y vi algunos documentales y ahora probablemente muchos volvamos a hacerlo. Al repasar lo ocurrido en aquellos años del paso de la dictadura a la democracia que entonces viví como una niña, convencida de que todo lo que sucedía era normal que sucediera, me di cuenta -me doy cuenta- de lo terrible y apasionante que tuvo que ser aquel tiempo , de la sangre fría que tuvo don Adolfo y de la suerte de que acertara.
Hoy es difícil hacerse a la idea de que al Partido Comunista hubiera que legalizarlo en Semana Santa para aliviar el sofocón de los que se creían dueños del país, aprovechando -¡qué inteligencia!- aquel santo cierre general que llenaba de películas pías la televisión y convertía en ocasión las procesiones.
Se nos va Adolfo Suárez, con él se va una parte de la historia. Para los que vivimos aquellos años, también se va una parte de nosotros mismos.
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