Estuve este sábado en la ceremonia anual de entrega de distinciones que el Cabildo de Gran Canaria otorga con motivo del aniversario de su fundación. Ya ha cumplido los 101, así que se le supone una madurez y un fundamento.
Pese a que me he pasado media vida (veintitantos) trabajando como periodista en esta santa isla de mis amores, nunca me había tocado en suerte acudir a esta entrañable ceremonia en la que se entregan canes de plata y roques nublo de oro.
Hace ya un par de meses que abandoné el periodismo de redacción y hora de cierre y ahora estoy en otros menesteres tan periodísticos como aquellos y tal vez igual de estimulantes, por lo que la invitación para acudir a la ceremonia fue en cierto modo un revival, un retorno a la cosa institucional que tantas veces viví cuando escribía para el día siguiente.
En este tipo de actos abundan los personajes habituales, los que no se pierden una ya sea por obligación o por devoción y, aunque el grueso del panorama va mutando por los cambios políticos y por el mismo paso del tiempo, hay personajes que perviven década tras década, tanto que se diría que forman parte del atrezo.
Este sábado además, le entregaban el Can de Plata a mi querido amigo Manolo González, escultor fuera de serie y maravillosa persona. Miel sobre hojuelas: allí que me fui.
Nada más llegar saludé a doña Mari Sánchez, quintaesencia de la Gran Canaria, poco después a Pepe Dámaso, el artista desmedido, y así a mengano y a zutano hasta que empezó el saraó, breve y bien estructurado pero tan lleno de amor a la tierra que me dejó envuelta en un sentimiento de contradicción, porque todo fue tan grancanario que no sé yo si nos salimos todos de la isla.
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