Anoche cogimos un taxi a la salida del trabajo porque yo había dejado el utilitario en el garaje. Nos recogió un hombre de unos cuarenta y pico, alto, delgado, moreno y con la cabellera en retirada. Al menos ése es el aspecto que intuí desde el sillón de atrás, con la escasa claridad que proporcionaban las luces de la calle. Un tipo normal, salvo por su acento latinoamericano.
Le informamos de la dirección a donde debía llevarnos y él nos apuntó que acababa de ocurrir un accidente en la avenida marítima. Nos sugirió que tiráramos por dentro; es decir, que fuéramos callejeando en lugar de coger la autovía que bordea la ciudad.
«¿Saben? Éste es mi tercer día como taxista», nos comentó.
La confidencia tuvo la virtud de acortar distancias entre nosotros y provocó que mi compañero de viaje aprovechara la coyuntura para preguntarle por su origen: «¿Colombiano quizá?»
«No, venezolano», contestó. «Venezolano, pero con pedigrí canario», precisó.
Luego aclaró que sus padres habían emigrado en los 50 y que él llevaba seis años en Canarias, que se encontraba muy bien, en fin… Yo le comenté que tenía parientes en Argentina, unos parientes, por cierto, a los que no conozco porque descienden de un hermano de mi abuelo que émigró hacia principios del siglo XX, y ya ha llovido mucho desde entonces.
A lo mejor no era ésa su intención, pero la aclaración de que tenía «pedigrí canario» me sonó a postura defensiva, como decir: oiga no se vaya usted a creer que soy extranjero extranjero; sí soy extranjero pero menos.
Y como me pasa a menudo, tomé esa premisa como cierta y me fui pensando en sus razones: Quizas el hombre había sufrido algún que otro capítulo de xenofobia y temía que le fuéramos a salir con aquello de ‘parece mentira un venezolano con empleo con tantos canarios que hay en el paro’, o, simple y llanamente, se enorgullecía de sus orígenes.
Aparte de dura, la vida de una familia de emigrantes debe ser emocionante. Imaginemos a los padres de mi protagonista en el momento de su partida. Son los años 50. No hay más medios de comunicación que el correo y el teléfono y éste último es caro y engorroso. La idea de que la familia pueda hacer una escapadita para verlos es, en principio, una quimera. Se marchan sin saber si volverán a ver a sus seres queridos o a pisar su tierra. Cuarenta años después su hijo conduce un taxi por las calles de la ciudad que abandonaron -quizas procedían de otra isla, no lo aclaró-.
Durante el trayecto hablamos de acentos y yo, para agradar, le dije que me gustaba mucho el suyo, que sonaba muy dulce. Él se soltó un poco y nos contó que a su padre le preguntaban en Venezuela que si era cubano y que en todos los años que llevaba en aquel país no había perdido el deje canario. «Se te pegan los modismos, pero no pierdes el acento. Yo ya llevo seis años aquí», señaló.
Pensé que hablaba con conocimiento de causa, porque había heredado el oficio de emigrante de su padre y debía saber mucho sobre acentos en tierra extraña.
(Foto: La foto es de Gracey/Morguefile y, desde luego, no es el taxi de mi chófer con pedigrí. Anoche no llovía)
Ruymán
Lo triste es que aciertes con tu razonamiento -acento sudamericano y actitud defensiva- y haya acabado viviendo como un emigrante en la tierra de sus padres, como, por desgracia, le ha ocurrido a otros muchos canarios retornados desde Venezuela, tras el deterioro social del país.