Primero me llamó la atención la imagen: un indigente leyendo un libro en el parque con aquella despreocupación. Si no fuera por la mugre y los harapos, podría haber sido un profesor de instituto, un opositor en las últimas o, qué sé yo, un admirador de Leonardo.
Le hice la foto con cuidado de que no me viera. No quería un posado y mucho menos a un tipo cabreado a esas horas de la mañana. Tampoco que se le viera la cara, no hacía falta.

Me acerqué y hablamos.
- -¿Qué lee?
- -Un libro muy bonito, pero está en inglés y no lo entiendo.
- -A
ver …
Me contó que lo había encontrado «por ahí», y se lamentó de haber «olvidado las gafas» (sic).
El libro iba de aviones, algo sobre técnica de estructuras, según comprobé al ver la portada y hojearlo un poco. Lo de los aviones me sonó tan peliculero que de inmediato monté una historia en mi cabeza.
¿Y si el hombre que tenìa delante había sido piloto intercontinental? ¿Diseñador del Concorde?
Le pregunté a qué se dedicaba antes de ahora y me contestó con el mismo tono educado y afable que había empleado desde el principio. Al oír su relato sobre los negocios familiares cai en la cuenta. Era fulanito, uno de los indigentes del barrio, solo que tan hundido en la miseria (aquí la expresión es literal) que costaba reconocerlo.
Al poco notó que yo quería despedirme y entonces me preguntó con muchísima educación, tanta que su tono sonaba a antiguo, si le podía prestar un euro.
- «Vaya, lo siento, salí solo a pasear al perro y no llevo nada», le contesté apenada.
- «No se preocupe, no es urgente», me tranquilizó el caballero.
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