Estuve en la concentración de repulsa por la muerte de Iván Robaina Rodríguez. Como muchas otras personas, mi familia y yo desafíamos un fuerte aguacero que nos empapó y nos rompió dos paraguas que, por cierto, habíamos comprado a un vendedor callejero en el romano Campo de’ Fiori.
Los paraguas eran baratos pero no tanto como para no resistir una lluvia convencional. Se desarmaron porque el aguacero adoptó trazas de temporal. No es un tiempo habitual en esta ciudad. Las Palmas de Gran Canaria no es como Pontevedra, donde si te quedaras en casa cuando llueve, no harías casi nada. Aquí la lluvia tiene rango de acontecimiento.
(Conocí a un director de periódico peninsular -el director, no el periódico-, que no daba crédito al hecho de que aquí la lluvia fuera noticia de primera página.)
A pesar del viento y la tromba de agua, cientos de personas -miles- acudimos a la plaza de la Fuente Luminosa para expresar nuestra oposición a la violencia y nuestra solidaridad con la familia y los amigos del joven asesinado. Creo que ése fue el afán de la mayoría.
Algunos nos preguntamos por qué esta muerte ha provocado una ola de indignación que no generan otras. Me refiero a muertes de inmigrantes, de mujeres víctimas de la violencia machista o a la de Expedita, la joven indigente cuyo cadáver apareció en Lanzarote el mismo día en que Iván fue agredido por cuatro delincuentes.
La respuesta, creo, es que a nuestros ojos la víctima no hizo nada para merecer su suerte. No se subió a una cáscara de nuez para cruzar el Atlántico ni era un toxicómano de mala vida. La muerte de un inmigrante ahogado o de frío entra dentro de lo probable y la de una mujer que vive en la calle, también.
La de las víctimas de la violencia machista, es otro cantar, pero no nos alarman como hizo la de Iván, porque no nos amenazan de manera directa. Siempre es cosa de otros, de otro hogar que no es el nuestro. Las reprobamos, nos espantan, pero no nos vemos en esa tesitura. Además, le pasa como a la de los inmigrantes y a la de los indigentes, son tantísimas, verdad, que ya no sorprenden.
Lo de Iván fue distinto. Podía haber sido nuestro hijo, nuestro sobrino, el hijo de nuestra mejor amiga, el vecino, el compañero de clase de nuestros hijos… Nos tocó directamente, porque Iván no se había puesto en peligro, simplemente había salido con su amigos, como hacemos muchísimos de nosotros.
Me emocionó ver a tantísima gente en la plaza, pero hubo algún grito revanchista que me produjo cierta desazón. Yo no fui allí a eso. El castigo a los responsables está en manos de la justicia y en ella debemos confiar. No fui allí a linchar a nadie como se hacía en el Campo de’ Fiori, donde compramos nuestros paraguas.
Fui a exigir que se pongan los medios para que lo de Iván no vuelva a ocurrir y eso sólo será posible si se ataca al origen del problema. Los cuatro jóvenes detenidos hace una semana no son los únicos y, como muchos otros, no se convirtieron en delincuentes por generación espontánea. No somos nosotros y ellos: ellos también somos nosotros.
(Pie de foto: La concentración de este domingo en la Fuente Luminosa, en una fotografía de J. Pérez Curbelo)
Ellos también somos nosotros
Publicado en: actualidad
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Cira
No creo que sea fácil asumir que «ellos también somos nosotros». Por mi trabajo trato casi a diario con chicos como estos y siempre pienso dónde nos equivocamos porque la educación es una acción de toda la sociedad y no como piensan muchos solo de los maestros. Cuando era pequeña mis padres me inculcaron normas de conducta, gestos como saludar, ceder el asiento, … se que puede parecer una tontería, pero en algún momento cosas como esa dejaron de importar y a partir de ahí el resto. Cuando hablo con estos chicos solo siento su falta de esperanza, de expectativas, y pienso, ¿ dónde están sus padres? y vuelvo a decirme que algo falla y entonces como muchos otros miro hacia otro lado y creo que eso no va a ocurrirle a mi familia.