Lo he dicho más de una vez en este blog: soy una sentimental. No sé si es la edad, pero cada vez me cuesta menos emocionarme por menudencias que en otra época habría mirado con desdén.
Ya digo que no sé sin cosas de la edad, pero esta mañana noté que mis ojos estaban a un tris de humedecerse cuando partió la guagua escolar.
Soy una sentimental, pero no una histérica, o al menos eso creo. No me emocionó la despedida cotidiana, sino la certeza de que la de hoy fue la última ocasión en la que se producía esa escena en el caso de una de mis hijas, que ya abandona la infancia y se mete de pleno en la bendita adolescencia.
Ella no era muy consciente, pero yo sí, porque lo veo con la perspectiva que dan los años y sé lo importante que es ese salto, mucho más, si se me permite, desde el punto de vista de una sentimental confesa.
En ese tris en el que mis ojos estuvieron a punto de humedecerse, pasaron por mi cabeza algunas de las viñetas que componen nuestra vida de los últimos años.
Su primer día en el colegio de los mayores, las despedidas por la ventana, las meriendas, el corre corre diario, aquella tarde que llevaba muletas y uno de sus compañeros del alma le bajó la mochila, adorable en su papel de caballero de 7 años.
Venía pensando en esto y en la importancia de este día para ella, cuando me senté en mi mesa en la redacción del periódico, encendí el ordenador y abrí mi correo.
Y allí estaba, un mensaje de facebook que me informaba de que una de mis antiguas compañeras del colegio me había etiquetado en una foto. Me picó la curiosidad y fui a por ella.

¿Y qué foto había colocado mi amiga? La última que nos hicimos con nuestra clase el año en el que, como mi hija esta mañana, abandonamos la infancia y emprendimos rumbo a la vida adulta.
Hilé una cosa con la otra y me dije que yo no eran más sentimental que la mayoría, o al menos que muchas de mis antiguas compañeras, ahora reencontradas gracias a ese invento del maléfico que se llama red social.
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