Soy de esas personas que no tira cosas por pena. Yo no sé si es de herencia materna -mi madre y la suya vivieron la guerra y la posguerra en Barcelona y pasaron muchas penurias- o paterna -este lado vivía en Gran Canaria, donde según me dijo un día mi querida tía Gloria, “no había nada”- , pero el caso es que soy de las que aprovechan las cosas hasta sus últimos estertores.
Tengo piezas de ropa que han cumplido con creces las expectativas más optimistas de longevidad y hay algún cacharro en la cocina que tal vez tenga valor arqueológico. Guardo los cartuchos de papel marrón que te dan cuando compras el pan porque están nuevos y siempre sirven para algo, y la caca de Kobe alias Walter la recojo con las bolsas que me dan en el súper al comprar la verdura y la fruta.
Soy así de económica. Y además, pienso que los objetos tienen su vida, su historia y creo que hasta sus sentimientos. No porque sientan sino porque hacen sentir. Eso me pasa a veces. Cojo un exprimidor de plástico del año de maricastaña y me quedo pensando en el tiempo que lleva conmigo o en cómo era yo cuando llegó a mi casa.
No digamos si el objeto es un regalo de mi madre, mi ausencia más grande. Los pendientes que me trajo de un viaje son ahora un talismán, un pobre remedo de su presencia, al que me aferro.
Alguna de mis amigas se ríe de mí por esta forma de ser, que se pone más en evidencia cuando hay que hacer zafarrancho de limpieza y sacar cosas de casa para que quepa el aire fresco. En esas ocasiones me armo de decisión y despacho rápido un montón de cosas, pero hay algunos objetos por casa que sobreviven zafarrancho tras zafarrancho. Porque significan tanto o porque tal vez sirvan todavía para algo….
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