14:30 horas de este domingo 26 de enero de 2014. Día soleado y la terraza del kiosko modernista en el parque San Telmo en Las Palmas de Gran Canaria, a tope. El Gran Canaria Maratón parece finiquitado. Ya han levantado dos casetas que la organización tenía instaladas frente al Palacio Militar -de donde, por cierto, partió Franco en julio del 36- , y por todos lados hay corredores satisfechos y relajados. Pero la carrera no ha acabado, no sin Wladimir.
Wladimir es un hombre extremadamente delgado y pálido, de edad indefinida, pero mayor, muchísimo más mayor de lo que se espera en un corredor de maratón y hasta en un jugador de ping-pong.
Es el último corredor de los más de 6.000 que habían iniciado las competiciones por la mañana y no se rinde, pese a que lleva más de cinco horas en carrera. Voluntarios, policías, el público … todos apoyan a Wladimir, el último del maratón pero también un valiente entre valientes, uno de los héroes del día, que llegaría al poco a la meta al límite de sus fuerzas o seguramente más allá de ellas.
Wladimir fue la guinda de una mañana gloriosa en la que mi ciudad se convirtió en una pista de atletismo, se llenó de atletas del país y también del extranjero; de atletas laureados y con medalla que a lo mejor mañana (por el lunes) están detrás de una ventanilla en un banco o en la oficina de una tienda de muebles; o friendo papas para la familia o sirviendo copas en un bar ; o en la oficina del paro, sellando, ya sabes, aquello que hay que sellar cada no sé cuánto.

Para la mayoría la carrera no fue contra el reloj sino contra sí mismos, porque no hay mejor medida que la que te da el espejo. Wladimir debe estar molido, pero tan satisfecho que a lo mejor ya no cabe en el espejo y debe buscarse uno más grande para el próximo reto.
La gesta de Wladimir la presenciaron los varias centenares de personas que estaban a esa hora en el parque. Unos porque habían corrido, otros porque habían ido a ver correr. Muchos eran isleños y había también muchos extranjeros, -que son nuestros otros isleños-, y en este magnífico escenario, ¡zas! el borrón: una tortilla que era como para ir al juzgado. Qué pena. No aprendemos.
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