Cuadernos gallegos (3) Percebes en el jardín

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Mi anfitriona de ayer es inclasificable. No responde a convenciones. En ella todo es superlativo. Incluida la generosidad, que le desborda en forma de bolsas llenas de cosas. Es también esencialmente original. Puede que te invite a un gin tonic y acto seguido te corte una rodajita de una lima que saca del fondo de su bolso de Mary Poppins. Todo esto sería normal en una casa, pero no tanto en la terraza de un chiringuito de playa, donde, por supuesto, ponen limón a los combinados. Pero no lima y los gin tonic, lo sabe todo el mundo, es preciso tomarlos con lima.
Es muy coqueta y, aunque ya hace mucho que es abuela, se mueve por la vida con mentalidad juvenil. Ella no se relaciona con abuelas; bueno, sólo con una, pero ésta tampoco responde al arquetipo tradicional. Este par de amigas, veteranas de muchas batallas, se mueven por la vida con una pandilla compuesta por sus hijos, sus nietos y los amigos de unos y de otros. Y lo mismo van a la tremenda fiesta de cumpleaños de los 50 de Carlos que a tomar unas copas en esa discoteca tan de pueblo que hay junto a la carretera.
A mi anfitriona de ayer nada se le pone por delante. Hace con la vida como con la lima y el gin tonic: si no hay, lo consigue. Y así montó casi de la nada una suerte de paraíso en un punto de la costa donde nadie más habría invertido un céntimo, y en el que ella ha creado un refugio con detalles propios de un resort de cinco estrellas y el encanto salvaje que debió tener la cabaña de Robinson Crusoe.
El refugio tiene jacuzzi pero su mejor tanto es su ubicación privilegiada, al filo de unas rocas en las que rompe el mismísimo Atlántico. Está tan cerca del mar que se diría que esta casita navega. Y el océano aquí es tan frío que estoy segura de que hay una máquina de cubitos de hielo en la orilla, que funciona todo el día. Es revoltoso, transparente y está lleno de vida: de estrellas de mar, de bulgaos (que aquí llaman caramujos) talla extra large, de colonias de mejillones que cubren por entero las rocas; de lapas, de algas de colores brillantes, de erizos que pinchan y de poblaciones de percebes, bichos enormes que viven allí donde las olas rompen con más furia.
Cuando la marea está alta, las piscinas naturales de mi amiga se llenan y aquello es la caraba. El acceso, todo hay que decirlo, es un poco accidentado, pero una vez que se alcanzan los grandes charcos (aquí, pozas) y se vence la resistencia a entrar en el agua helada, el baño es una experiencia insuperable.

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(Pies de foto: Arriba, una de las invitadas observa la puesta de sol. Abajo, percebes del jardín)

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