Esta tarde he superado un ataque de gandulitis aguda -diría, más bien, de sofatitis extrema-. Me he levantado y he ido a visitar a una de las personas esenciales de mi infancia. Fue tan importante en mi niñez y en los años que vinieron después, que durante un tiempo pensé que todo el mundo debía tener una igual. No podía creer que la gente pudiera vivir sin alguien como ella.
Ahora que ya no soy una niña, que tengo mi trabajo, mi familia y mi lavadora, me pasa lo que a todos. Hay semanas, incluso meses, en los que no me acuerdo de ella, porque ella ahora es una mujer muy mayor que apenas sale de casa y mi vida transcurre a mucha más velocidad.
Decía que esta tarde vencí mi pereza dominguera y me fui a verla. Hacía meses que no lo hacía, pero no hubo reproches sino los mismos manantiales de cariño que siempre. La misma marca de galletas también.
Para que te hagas una idea salí de su casa a lomos de una riada, sólo que ésta no era de agua sino de besos y achuchones y por todo asidero, su clasiquísima lata de galletas danesas de mantequilla.
Pasé con ella tal vez una hora y después me tuve que ir, porque ya sabes mañana hay colegio. No fue una excusa, muy a gusto me hubiera quedado en su casa como si no hubieran pasado 30 años y aún pudiera ver a Locomotoro en la tele en blanco y negro de su salón. Pero tuve que volver a subirme a mi vida y no sé cuándo encontraré otro momento para volver a visitarla.
Una de las características más lamentables de esta sociedad nuestra hecha de centros comerciales y multitudes es que no es, como en la película, un lugar para viejos. Quizas porque creemos que nosotros nunca vamos a serlo. La eterna juventud que le llaman.
(Foto: Jusben /Morguefile)
Galletas danesas de mantequilla
Publicado en: en primera persona
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antonieta patateta
maravilloso, me has vuelto a hacer llorar, (pero qué razón tienes).
Ángeles Arencibia
Antonieta, eres una llorona. Besos.