La otra tarde estuve en un gran almacén. De esos que tienen la mercancía tan bien colocada que al verla te preguntas cómo has podido vivir hasta ese momento sin ella. Soy más bien recatada en mis gastos, pero cuando voy con mis dos hijas la cosa se pone difícil. Ese día la pequeña consiguió un maillot de ballet que no pensaba comprar, y la mayor unas medias de baloncesto que no le hacen ninguna falta, pero quién se resiste.
Es un almacen muy grande que frecuento poco -no soy asidua de ninguno-, y para comprar las dos cosas a las que iba dimos vueltas y vueltas. En estos casos lo mejor es ir a tiro hecho y, si puedes, ponerte unas orejeras de esas que llevan las mulas cuando tiran de un carro para que no se distraigan. Si no lo haces así, en cada vuelta aumenta el riesgo de que bajes la guardia y metas en la cesta cosas que no pensabas comprar o/y que no te hacen maldita la falta.
En una de esas me topé con un expositor de sujetadores para hacer deporte, una prenda que hace tiempo que quiero comprarme pero que siempre dejo para otra ocasión. Me paré en el expositor y traté de encontar mi talla, pero las piezas estaban revueltas y fuera de su lugar. Era el auténtico totum revolutum de los sujetadores deportivos.
Me empeciné en no pedir ayuda porque había visto por el rabillo del ojo al dependiente encargado del asunto y era un jovencito al que no veía a priori muy puesto en asuntos de sujetadores y sostenes.
Pero era una misión imposible, el expositor era como una cama sin hacer, como el armario de un adolescente atribulado. Busqué y rebusqué y recuerdo que llegué a decirle a mis hijas que eran todos enormes. Pobre de mí.
Al rato tuve que darme por vencida y pedir ayuda al muchacho. Me miró algo azorado y tras unos instantes de duda me señaló varios modelos colocados sobre unos turgentes bustos de plástico. Elegí uno y él me preguntó la talla. Fue un momento crítico porque casi no sé qué número calzo, mucho menos voy a recordar qué tamaño de sujetador me sostiene.
Le dije que ni idea y entonces él puso cara de desolación. Parecía que habíamos llegado a un callejón sin salida, pero la sensación de fracaso sólo duró unos instantes. De repente a él se le iluminó la cara. Recordó que la tienda disponía de unas cintas métricas específicas para este tipo de calibraciones. «Usted se la pone y mira por este lado y, donde coincida, ésa es la talla».
Pudorosamente, el muchacho se apartó un poco y me pareció que incluso miraba hacia otro lado mientras yo medía mi pectoral. El resultado fue la talla patatín. Se lo dije y, ante mi sorpresa, exclamó: «¡Imposible!».
Le contesté que no era para tanto, pero él no escuchaba mis protestas. Es verdad que empezó a rebuscar en el expositor pero con muy poco ánimo. De vez en cuando levantaba una prenda con una mano y decía: «Éste no, éste no, sólo llega hasta la talla patatón y usted tiene la patatín..» Creo que fue en ese instante cuando empecé a verme a mí misma como una mujer de Botero. Sentí que me iba inflando, inflando y a duras penas conseguí salir del gran almacén.
(La foto es de Clarita/Morguefile)
Cuinpar
Y la periodista multidisciplinar se nos revela como una genial escritora cómoca, jajajaj!!
Por cierto, y aunque sea off topic, exquisita la crónica en papel del funeral. Tuvo que ser durillo… ¿sabes que no me hizo falta leer quién la escribía para saber que era tuya?
Un abrazo,
Ángeles Arencibia
Tú sí que eres multidisciplinar, ja, ja… Gracias miles.
Esther
Pues imagínate cómo es el asunto si realmente aparentas llevar esa talla (o mayores)… Las dependientas huyen despavoridas cuando me ven entrar en la sección de corsetería y de los dependientes huyo yo 😉
Ángeles Arencibia
Esther: Ya será menos. Me troncho contigo.
emma
qué simpática. me has hecho reir
Ángeles Arencibia
Enma: Me alegro, eso pretendía.